Juan Diego García.
Los argumentos que esgrimen las
comunidades afectadas por las modernas explotaciones mineras en América Latina
se refieren al menos a tres aspectos diferentes: las condiciones técnicas
propias de este tipo de explotaciones y su impacto, las condiciones
institucionales y políticas del país y los inconvenientes de un modelo
económico orientado fundamentalmente a exportar materias primas como recurso
estratégico para impulsar el desarrollo.
En contra de quienes se oponen a
la gran minería es usual aducir que con su actitud impiden el progreso, que los
intereses egoístas de comunidades minoritarias no pueden prevalecer sobre los
intereses generales de la nación, que existen garantías técnicas suficientes
para hacer asumible el impacto en el medio ambiente, que un país no puede
renunciar a la explotación de sus recursos o sencillamente que las comunidades
están siendo manipuladas por grupos de extremistas que buscan réditos políticos
debilitando a las autoridades.
Es probable que en la oposición
de ciertos colectivos se pueda constatar la influencia de convicciones
contrarias al industrialismo y a la civilización actual; también es común que
se produzcan contradicciones (a veces difíciles de resolver) entre los
intereses locales y nacionales, como lo es que la minería puede adelantarse
reduciendo el impacto negativo sobre la población y la naturaleza, y que en tal
caso, mucho depende del tipo de autoridades e instituciones con las que se
cuente.
Cada tipo de minería tiene sus
inconvenientes particulares, tanto si se trata de las explotaciones
tradicionales de petróleo, gas, oro, níquel, carbón, cobre y similares, como si
se extraen los metales vinculados a las tecnologías más modernas, incluyendo
por supuesto los llamados “minerales estratégicos” utilizados en la energía
atómica. El continente americano es rico en todos ellos y la expansión de las
economías centrales en las últimas décadas ha generado una demanda considerable
(y precios al alza) incentivando el enérgico impulso de la minería por parte de
los gobiernos latinoamericanos, con independencia de su signo político. La
crisis actual y sobre todo lo complicado que resulta a estas alturas predecir
su posible evolución en el inmediato futuro se convierten en un sólido
argumento en favor de quienes ponen en tela de juicio la conveniencia de
confiar en las exportaciones de materias primas como recurso principal para
financiar el desarrollo. Si desciende bruscamente la demanda y caen los precios
toda la estrategia exportadora se viene abajo. Así ocurrió siempre y nada
indica que ahora no vaya a pasar lo mismo.
En este contexto cobra entonces
enorme relevancia la amarga experiencia del pasado (incluso de un pasado muy
reciente) y se impone una revisión a fondo de las condiciones específicas (de
todo tipo) en las cuales se adelanta o se desea adelantar hoy este tipo de
proyectos.
La historia de la minería en
América Latina no puede sino generar pesimismo. Ningún país de la región ha
conseguido desarrollarse aprovechando los beneficios dejados por la minería o
por cualquiera de los otros sectores económicos que juegan igual papel en la
estrategia exportadora: alimentos, madera o mercancías de escaso valor
agregado, para no mencionar la “exportación” masiva de mano de obra a las
economías centrales (con la enorme carga de dolor y sufrimientos para el-la
emigrante y su familia, y sin olvidar la sensible pérdida para el país de un recurso
humano precioso que no se compensa ni de lejos con la remesa de divisas) o el
tráfico ilegal de psicotrópicos (cuyos escasos beneficios jamás igualan el
enorme perjuicio para la economía y la sociedad locales). Agotadas las minas,
solo quedan pueblos desolados, obreros con silicosis y un paisaje de mayor
atraso que contrasta con la riqueza que acumulan los empresarios (sobre todo
extranjeros) y las migajas de vergüenza que se reparten gobernantes cipayos,
burócratas corruptos y los dictadores militares o civiles de turno cuya función
no es otra que “garantizar el orden”.
Algunas explotaciones mineras
solo se pueden llevar a cabo destruyendo casi de forma irreversible el medio
ambiente. Si se hacen cálculos globales -es decir, que superen los estrechos
márgenes de la contabilidad de la empresa- el balance será siempre negativo.
Mientras las empresas obtienen ganancias considerables el daño sobre el agua,
al aire, la biodiversidad, la salud de la población, las reservas en bosques y
similares resulta un costo que no asume la entidad que extrae pero recae
directamente sobre la comunidad afectada no menos que sobre toda la nación. En
tales condiciones todo indicaría que mientras no se sea técnicamente posible
evitar semejantes consecuencias lo razonable es desistir de tales empresas.
Ocurre así, por ejemplo, con la energía atómica, seguramente fundamental en
muchos aspectos (y a cuya investigación no se puede renunciar) pero con
consecuencias negativas que la técnica actual aún no resuelve: manejo de residuos
radioactivos, resultados incontrolables de los accidentes, y -no menos
inconveniente- su posible uso militar. Igual ocurre con la extracción de oro
que requiere ingentes cantidades de agua, el uso masivo de cianuro y otros
venenos y la destrucción de regiones enteras, obligando casi siempre al
desplazamiento de la población (otro costo que apenas aparece en la
contabilidad de la empresa). Y como el oro o la energía atómica, muchos de los
actuales proyectos mineros resultan desaconsejables desde todo punto de vista.
Ahora, en el caso de
explotaciones mineras que pueden desarrollarse con un manejo razonable del
impacto sobre la naturaleza y las personas, es decir, explotaciones que
minimizan los daños y sobre todo que garantizan una economía sostenible, la cuestión
a resolver se reduce entonces a determinar las condiciones técnicas e
institucionales en las cuales han de llevarse a cabo. (No sobra recordar que
toda acción humana supone siempre un determinado impacto sobre la naturaleza;
que la especie humana dejó de ser parte de la misma desde hace milenios y que
la condición de recolectores y cazadores solo se registra hoy en grupos
marginales en regiones de la periferia de la civilización).
Que se respeten los
procedimientos técnicos adecuados, que la explotación revierta en beneficio de
la comunidad directamente afectada y sobre la nación entera, que los ingresos
públicos (impuestos, regalías, participaciones, etc.) sirvan realmente como un
recurso para promover el desarrollo, salir de la pobreza y superar la condición
de países dependientes y atrasados, dependerá entonces del tipo de autoridades
que deban garantizarlo. Gobiernos de escaso o nulo sentimiento nacional,
burocracias corruptas y un funcionariado ineficiente, son todas ellas
condiciones que conspiran abiertamente contra estos propósitos. Así, los
requerimientos técnicos se quedan como letra muerta en el papel de los
contratos, las instituciones legislan según los deseos de las empresas (casi
todas multinacionales), la corrupción administrativa permite cerrar los ojos
ante incumplimientos y atropellos, repitiendo las formas tradicionales que han
permitido el saqueo de recursos para contribuir al desarrollo y bienestar de
las economías centrales. Cualquiera con curiosidad puede indagar, por ejemplo, cuál
fue el precio del barril de crudo desde los comienzos del siglo XX hasta la
llamada “crisis del petróleo” en los años 70 (creación de la OPEP). Entonces,
será claro que ésta, como cualquier otra actividad minera, ha servido realmente
para contribuir a la riqueza de unos y al empobrecimiento de otros. En el
centro del sistema se benefician principalmente los grandes capitalistas; en la
periferia, las clases dominantes criollas, esas oligarquías primitivas y
obsecuentes, con sus dictadores sanguinarios, sus sátrapas y reyezuelos de
opereta o -más recientemente-, con presidentes que encabezan remedos de
democracia.
En síntesis, en unos casos y por
su propia naturaleza determinadas explotaciones mineras resultan inaceptables
desde todo punto de vista; en otros, siendo apropiadas, todo depende de las
condiciones políticas e institucionales que garanticen las medidas técnicas de
prevenciones, aseguren el control oficial adecuado de las explotaciones (pago
de impuestos, cantidades extraídas, cuidado del medio ambiente, régimen laboral
al que se somete a los trabajadores, respeto a los intereses de las comunidades
directamente afectadas, etc.) y sobretodo que se destinen esos recursos a la
inversión social y productiva.
Aunque no resuelve todos los
interrogantes del problema, la nacionalización de estos recursos y su control
riguroso por parte del estado constituyen un paso decisivo en la buena
dirección. En esta perspectiva entonces, mucho dependerá del tipo de gobierno,
de su apoyo social y de sus propósitos de futuro. Que estas condiciones
favorables no siempre se producen explica la creciente oposición (local y
nacional) a muchos proyectos mineros en el continente; la manera como se
resuelven estas contradicciones indica bien a las claras la naturaleza de los
gobiernos. En unos casos se resuelven mediante el diálogo y la negociación;
pero con frecuencia, se asiste a las escenas ya conocidas de represión, cárcel
o muerte, además de las campañas de intoxicación y manipulación de la opinión
pública, impidiendo un debate de suma importancia pues se trata ni más ni menos
que de evitar que en las condiciones de hoy, se repita el mismo proceso de
esquilmar y saquear recursos que en buena medida explican el cuadro de atraso
de los países de América Latina. O sea, impedir que abandonando todo esfuerzo
de industrialización propia, estos países afiancen su naturaleza de economías
complementarias multiplicando los enclaves coloniales del pasado y sacrificando
unos recursos no renovables que seguramente serían indispensables para su
propio desarrollo.
No hay que sorprenderse demasiado
si los indígenas de una comunidad amenazada por una explotación a cielo abierto
evocan a la Pacha Mama (la madre tierra) y se oponen a la mina porque afecta
una montaña “sagrada”, pues detrás de un concepto seguramente extraño a la
racionalidad occidental (que no permite dar entidad de sujeto a algo que es
obviamente un objeto) se esconde una reflexión muy ligada a la realidad: allí,
en esa montaña, se produce el agua, elemento básico para la vida. Con
categorías diferentes y desde la óptica occidental se diría que la mencionada
montaña resulta intocable pues asegura el suministro de agua a una ciudad. Se
ordena entonces no afectarla, se la asume como intocable (“sagrada” dirán los
indígenas). Ocurre sin embargo que por su propia naturaleza el sistema
capitalista es depredador y no se detiene ante nada cuando se trata de
beneficios económicos, sea “sagrado” o “intocable”. Solo una movilización muy
enérgica de la población puede conseguir que las autoridades impidan la profanación/destrucción
de aquella “montaña sagrada”.
Resulta por demás paradójico que
los defensores del capitalismo se mofen de un lenguaje seguramente premoderno y
bastante romántico que acude a los fetiches, cuando todo su discurso teórico no
es otra cosa que una sistemática sublimación que convierte de hecho al capital
en un sujeto y nos deja a los demás convertidos en objetos bajo su dominio.
Fuente: Sinpatrones.
Fuente: Sinpatrones.
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